Les dejo por aquí los relatos titulados Corazones Perdidos y Una Criatura de costumbres para que lo vayan leyendo cuando antes. Los trabajaremos la semana que viene junto con Rose, Rose. Quien ya tenga el libro los puede ir leyendo si quiere adelantar el trabajo, El examen de estos tres capítulos será el jueves día 12 de Marzo, en la hora de lengua
CORAZONES PERDIDOS
M.R. James
Stephen Eliott tenía once años recién cumplidos. A los seis meses de quedarse huérfano se había ido a vivir con su primo, el señor Abney.
El señor Abney era un tranquilo viejo de vida retirada. Era un gran erudito en religiones antiguas, y había escrito muchos artículos sobre supersticiones y mitos del mundo entero. Vivía tan embebido en sus estudios que sus vecinos se sorprendieron de que se enterara de que su primo se había quedado huérfano. Y aún se sorprendieron más de que el señor Abney decidiera adoptarlo.
Stephen llegó a su nueva casa una fresca noche del mes de septiembre. El señor Abney acogió con alegría a su joven primo. Tras charlar un rato con él, el señor Abney ordenó a su ama de llaves, la señora Bunch, que le preparara la cena al niño.
La señora Bunch y Stephen se hicieron muy amigos. El ama de llaves llevaba veinte años trabajando para el señor Abney y contestaba gustosamente a todas las preguntas que Stephen le había sobre la cosa y sobre el señor Abney. Procuraba que Stephen se sintiese lo más a gusto posible.
Una noche, Stephen se hallaba sentado junto al fuego con la señora Bunch.
- ¿Es bueno el señor Abney y va a ir al cielo?- preguntó de repente.
- ¿Qué si es bueno? – repitió el ama de llaves-. El señor es un santo como no hay otro. ¿no te he contado nunca cómo recogió en una ocasión a un niño de la calle? ¿Y a una niña también?
- No. Cuéntemelo, señora Bunch- suplicó Stephen con vehemencia.
- Bueno- dijo la señora Bunch-, de la niña no me acuerdo muy bien. El señor Abney la trajo a casa dos años después de entrar yo a trabajar. La pobre criatura era huérfana. Vivió aquí tres semanas. Luego, una madrugada, se marchó antes de que se levantase ninguno de nosotros. Nadie volvió a verla jamás.
- ¿Y qué paso con el chico?- preguntó Stephen.
- ¡Ah! ¡Pobre muchacho!- suspiró la señora Bunch-. El señor lo encontró hará unos siete años. Era extranjero y no tenía a nadie en el mundo. Estuvo aquí un tiempo; luego se fue una mañana, igual que la niña. Y no volvimos a saber más de él.
Esa noche, Stephen tuvo un sueño extraño. Al final del pasillo donde estaba su dormitorio había un cuarto de baño que no se utilizaba. Permanecía cerrado con llave, pero la puerta tenía un cristal sin cortina. A través de la puerta se veía una vieja bañera al pie de una ventana, en la pared de enfrente.
Stephen soñó que estaba mirando a través del cristal de la puerta. La luz de la luna entraba por la ventana. Tendida en la bañera había una niña delgada, envuelta en un sudario; tenía sus finos labios extendidos en una sonrisa pálida y horrible. Se apretaba las manos con fuerza sobre el corazón.
Mientras Stephen miraba, la niña empezó a gemir y a mover los brazos. El terror de esta visión le despertó. Descubrió que estaba de pie ante la puerta del cuarto de baño. Con notable valor, se asomó a mirar por el cristal, para comprobar si estaba efectivamente allí la figura de su sueño; pero allí no había nadie. Stephen, entonces, regresó a la cama.
A la noche siguiente, la señora Bunch se hallaba en la despensa mientras Stepehn jugaba cerca. El señor Parkes, el mayordomo, entró corriendo a decirle algo a la señora Bunch, pero no vio a Stephen.
- Si el señor Abney quiere vino, que baje a cogerlo él, señora Bunch- tartamudeó el mayordomo-. Yo a la bodega no vuelvo a bajar. Allí hay algo. Me gustaría poder decir que son ratas, pero me temo que se trata de algo peor. Juraría que he oído hablar.
- ¡No diga disparates, señor Parkes!- replicó la señora Bunch-. Va a asustar al señorito Stephen con esas historias.
- ¿Eh? ¿Al señorito Stephen- dijo Parkes, dándose cuenta de la presencia del muchacho por primera vez-. Stephen sabe de sobra que le estoy gastando a usted una broma, señora Bunch.
Pero Stephen pudo comprender por la expresión de su cara que el mayordomo no hablaba por hablar.
Era el primer día de primavera, un día ventoso de marzo. En la comida, el señor Abney dijo a Stephen que tenía que hablar con él de un asunto importante; pero como tenía el día muy ocupado, le pidió que subiera a su despacho hacia las once de la noche. Rogó a Stephen que no se lo dijera a la señora Bunch ni a nadie.
A Stephen le excitó la idea de permanecer levantado hasta tan tarde. Esa noche, al subir a su cuarto, echó una mirada fugaz al despacho. Vio una parrilla delante de la chimenea, una antigua copa de plata para vino y unas hojas escritas. El señor Abney estaba cogiendo incienso de una cajita de plata y esparciéndolo sobre la parrilla.
A las diez, Stephen estaba delante de la ventana abierta de su dormitorio contemplando el paisaje. El viento soplaba cargado de rumores espectrales. Y al ir a cerrar la ventana, divisó abajo, en el jardín, dos figuras de pie. Eran un niño y una niña, el uno al lado del otro; y miraban hacia arriba.
Con un escalofrío, Stephen reconoció a la niña de sus sueños. Estaba inmóvil, medio sonriendo, con las manos apretadas sobre el corazón. El niño era más espantoso: delgado, con el pelo negro y las ropas harapientas. Alzaba los brazos con ademán anhelante y de amenaza.
Stephen pudo ver que el costado izquierdo del pecho, a la altura del corazón, tenía abierto un negro agujero. Stephen empezó a oír un llanto de los más lastimero y horrible. Aunque no era exactamente una voz. Era más bien como una sensación que experimentaba en su propio cerebro. Era como el llanto de un alma hambrienta y solitaria que invadía el cerebro de Stephen. Un momento después, echaron a correr por el jardín y se desvanecieron.
Terriblemente asustado, Stephen cogió la vela y se fue corriendo al despacho del señor Abney. Era casi la hora a la que le había citado. Lamo, pero no obtuvo respuesta. Impulsado por el terror, Stephen empujó la puerta, pero estaba cerrada con llave.
Entonces oyó que el señor Abney intentaba gritar, pero el grito se le ahogó en la garganta. ¿Por qué? ¿Acaso había visto él también a los misteriosos niños? Luego quedó todo en silencio, y la puerta se abrió por sí sola.
Stephen descubrió al señor Abney en su butaca. Tenía la cabeza echada hacia atrás, con una expresión de rabia, miedo y espantoso dolor. En el costado izquierdo del pecho, a la altura del corazón, tenía un agujero negro y profundo. Sus manos estaban limpias y no había rastro alguno de sangre en el largo cuchillo que se encontró sobre la mesa.
La ventana estaba abierta. Tras las investigaciones oportunas, la policía concluyó que debió de matarle algún animal salvaje. Años más tarde, sin embargo, Stephen Elliot descubrió la verdad sobre la muerte de su primo.
Un buen día, Stephen recibió una carta de la señora Bunch, que ahora era ya una anciana. La carta sólo decía: “Yo no sabía nada, Stephen. ¿Cómo iba a saberlo?”
Junto con la carta le mandaba unas páginas del diario del señor Abney. A Stephen se le heló la sangre al leerlas. “He descubierto el antiguo secreto de la vida eterna”, empezaba el diario. “Se necesita sacrificar tres niños el primer día de primavera. Hay que arrancarles el corazón mientras aún están vivos, y convertir los corazones en cenizas, quemándolos en una parrilla. Después hay que mezclar con vino esas cenizas, y beberlas”.
No podía creer lo que estaba leyendo, pero no era capaz de apartar de sí estas páginas.
“He matado ya a la niña (el cuerpo lo he escondido en el cuarto de baño)”, decía el señor Abney más adelante, “y también al niño extranjero (que he enterrado en la bodega). El siguiente y último sacrifiCio será mi primo Elliott. ¡Entonces habré conseguido la vida eterna!”.
Stephen estaba temblando cuando dejó las páginas, Recordó las dos figuras que había visto al pie de la ventana cuando era pequeño. Eran los niños asesinados que habían vuelto para salvarle la vida.
UNA CRIATURA DE COSTUMBRES.
AMBROSE BIERCE
Debía haber sido un ahorcamiento normal y corriente. La verdad es que el ahorcamiento propiamente dicho fue normal y corriente. Lo excepcional vino después.El individuo al que colgaron era un jugador llamado Harry Graham. Casi todos le llamaban “Pelo Cano”. Había matado a un hombre en un bar tras discutir con él en una partida de cartas.
El caso ocurrió en Montana, en 1868, época y lugar en la que la gente no se lo pensaba dos veces para tomarse la justicia por sus manos. Menos de una hora después del homicidio, la gente del pueblo celebró el juicio y resolvió ahorcar a Pelo Cano por asesinato.
Los encargados de la faena lanzaron una soga con su nudo corredizo por encima de la rama de un árbol, y ataron el otro extremo a un arbusto. Sentaron a Pelo Cano del revés sobre el caballo, y le pusieron el lazo alrededor del cuello.
Arrearon un latigazo al caballo, y el animal salió corriendo de debajo del reo, dejándole con los pies balanceando a medio metro del suelo. Allí estuvo colgando media hora exacta, con la multitud observando a su alrededor. Luego se acercaron los médicos y certificaron su defunción. Desataron la cuerda del arbusto, y dos hombres bajaron el cuerpo.
Pero tan pronto como sus pies tocaron tierra, el cadáver echó a correr hacia la multitud, con la cuerda arrastrando detrás. Su cabeza se volvía a un lado y a otro, sus ojos miraban con fijeza, y le asomaba la lengua. Tenía la cara espantosamente morada y los labios cubiertos de una espuma sanguinolenta.
La multitud salió corriendo despavorida. La gente se atropellaba. Los unos se caían encima de los otros. Chocaban. Se empujaban. Se pisaban.
Entretanto, el horrible muerto corría a saltos entre ellos, levantando los pies de tal manera que en cada zancada la rodilla le daba en el pecho. Se le balanceaba la lengua como a los perros, y le salían espumarajos de sus labios hinchados. La creciente oscuridad del crepúsculo, añadía más temor a la escena: los hombres huían de allí sin atreverse a mirar atrás.
Y de entre esta confusión emergió la alta figura del doctor Arnold Spier. Era uno de los médicos que habían certificado la muerte del homicida. El doctor Spier fue directamente al muerto, cuyos movimientos eran ahora algo más lentos y algo menos espasmódicos, agarró el cadáver por los brazos y lo tumbó de espaldas. Al punto, el cuerpo se quedó inmóvil y tieso.
-Los muertos son criaturas de costumbres- explicó el doctor Spier-. Un cadáver de pie tenderá a andar y a correr. Pero si lo tumbamos de espaldas, seguirá tumbado sin moverse.
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